lunes, 13 de septiembre de 2010
Acuérdate de mi, amor. Olegario Ordóñez Díaz
ACUÉRDATE DE MÍ, AMOR
Por Olegario Ordóñez Díaz
Hoy visitamos a los abuelos. Les llevamos sus flores preferidas: pompones amarillos, girasoles, rosas y crisantemos. Sobre el mármol de su tumba limpiamos sus nombres y el epitafio que la abuela quiso que le escribiéramos: “Aún entre las sombras, surgirá para siempre la luz viva del amor”. En silencio estuvimos pensando en ellos. El epitafio que cubre la tumba nos recuerda que se cumplió la promesa que se hicieron toda la vida: estar siempre juntos. Se fueron uno tras otro. Primero el abuelo, cuando se le acabaron todos sus recuerdos. La abuela lo sobrevivió poco tiempo, con nostalgia y ternura, reconstruyendo a retazos esos mismos recuerdos y entrelazándolos con los suyos.
Poco antes de que ella muriera, con ternura infinita nos dimos el último abrazo de la vida. Luego la abuela sacó una carta de un cofrecito que tenía en el armario de cedro y me pidió que se la leyera. Ésta fue una costumbre que se repitió durante las pocas semanas que aún permaneció con el aliento de la vida. La carta era del abuelo. La había escrito entre el horizonte de sus tinieblas y la claridad de sus recuerdos y añoranzas. Hoy recordé sus palabras escritas en la carta y, mientras limpiaba la losa de mármol y colocaba un girasol encima de sus nombres, las musité para que las oyeran los abuelos.
“Amor mío:
...Llegará el día en que mis palabras no guarden ya la magia que antes tenían para construir los sueños. Desde mi ventana puedo ahora observar el bosque que pronto se irá borrando de mi memoria. Ese mismo bosque donde pasamos tardes maravillosas y construimos un mundo fantástico. Poco a poco me iré perdiendo en los laberintos de un mundo de incertidumbres. Las voces me llegarán como murmullos misteriosos que serán indescifrables. Los objetos a mi alrededor serán seres extraños, sin raíces ni origen. No sé si estarán allí realmente o serán fantasmas que invento en mi propio paisaje de enigmas.
Veré los pájaros y no sabré qué ni quiénes son esos seres alados que se mueven como briznas al viento.
Los árboles agitarán sus brazos; yo me preguntaré si no soy uno de ellos, y también permaneceré con mis manos extendidas esperando la lluvia sobre mi cara.
Me quedaré en la ventana de mi cuarto mirando el azul del cielo, tratando de reconocer dónde estoy y qué hay en ese infinito azul donde aparecen las nubes blancas que forman seres y mundos extraños. Esos mismos seres que se borran lentamente dejando estelas blancas para formar nuevos seres que a su vez se van desvaneciendo al instante.
El día sin memoria llegará para mí... Como la sombra de un monstruo enorme, el olvido me irá cobijando.
Despertaré una mañana sin saber si es de día o de noche. Tal vez, desde entonces, en mis días aparezca una luna y en mis noches pasee el sol con sus últimos destellos de fuego.
No sabré qué estoy haciendo aquí, ni quiénes son esas personas que me rodean, ni qué están hablando. Sus palabras serán una maraña de sonidos sin sentido que no podré descifrar.
En mi mundo, el reloj y el salero tendrán la misma función; la plancha o la nevera serán lo mismo, y en la cocina no sabré qué es cada objeto y para qué sirve...
Al principio miraré las cosas y los papeles que me dejarán sobre ellas para recordar sus nombres y usos; pero luego no sabré nada, ni sabré qué sentido tienen. Tampoco sabré que me hace falta comer. También me olvidaré del baño y de los cuartos de dormir. Viviré en un solo cuarto sin destinos.
Los números no tendrán ninguna importancia. Las horas tampoco. El tiempo dejará de brillar.
Llegará el día en que no me acuerde que el fuego quema y que el agua moja; en que no distinga una mandarina de un pisapapeles colocado encima de mi escritorio, y en mi confusión no sepa cuál de los dos se puede comer; un día en que esté convencido que todas las cosas tienen olor a naranja o a mandarina, los olores y sabores que siempre preferimos...
No sabré, entonces, de mis sueños ni de mis realizaciones.
Sin embargo, cuando todo esto suceda, amor mío; cuando aparezcan, como una cascada, recuerdos de hace veinte años y piense que son acontecimientos que acaban de suceder, cuando sean como destellos en una noche de tinieblas, o cuando no sepa si han ocurrido en verdad o no, o sean historias vividas por otras personas... debes saber que todavía... todavía te estaré amando.
Sí; siempre te amaré, aun en las tinieblas del olvido. Respiraré y ese aire será una parte de todo cuanto me has ayudado a ser.
Cuando en casa deban soportar mis estados de ánimo irascibles y me hablen de manera calmada y no comprendan por qué grito, no dejes que esto te afecte. No es a ti a quien me dirijo. Es a un fantasma que veo en mis recuerdos.
También me olvidaré de mis amistades y ellas se cansarán de mí. Eso parecerá ser doloroso. Pero al fin y al cabo a mí se me habrá olvidado qué es dolor.
Algunos dirán que me invadió la locura. Pero me alentará la mirada comprensiva de nuestros hijos y nuestros nietos que nos abrigarán con su ternura y nos harán sentir que nuestra vida continúa en ellos y que ha valido la pena verlos crecer.
Todos mis recuerdos y mi presente se irán esfumando, como se van esfumando ahora las nubes que amanecen encima de los tejados en las mañanas, o como las hojas secas que son mecidas por el viento cuando se desprenden de las ramas de los árboles. No sentiré el mundo. Mis sentidos no percibirán las radiaciones de los sonidos ni del color ni de las formas que emanan de los objetos. Será como estar en un bosque oscuro y sombrío de sueños perdidos.
Pero cuando te acerques a mí y aunque yo no sepa quién eres, y los momentos más maravillosos se hayan olvidado en mí para siempre, debes percibir, amor mío, en ese vestigio de luz que todavía ilumine mi pupila, que de lo único que no tendré duda será de mi amor por ti. Porque sólo una cosa no se me habrá olvidado: el amor; el amor que siempre ha alimentado nuestros sueños, nuestras luchas y nuestra esperanza, la razón y esencia de nuestro vivir...
Entonces podrás contarme todas las historias que nos hicieron felices. Podrás inventar historias de nuestras vidas pasadas. Serán como fulgores de imágenes que aparecerán y desaparecerán, vívidos recuerdos que formarán el puente que me acerca a la otra orilla. A esta orilla. Serán historias que irán pasando como una rueda de espejos frente a mí, llenando, por un momento, de alegría mi existir para luego perderse en los vapores del olvido, de la nada...
Ahora sé que te amo más.
Amada mía, mis últimos rayos de lucidez serán para ti, para agradecer tu mirada, y aunque quiera decirlo en palabras, sentiré que éstas se ahogan en mi saliva. En mi silencio, el más grato e inmenso recuerdo que desearé guardar es el recuerdo de la felicidad...
Ahora sé que me voy acercando a un infinito oscuro. Me perderé para siempre en la inmensidad de estrellas y de la noche, en un éter infinito donde no habrá nada... nada... nada... Pero mi último destello será como una bomba que se irradie en mi cuerpo, un inmenso globo de luces multicolores que será como la primera gran explosión de la galaxia, como la explosión de una supernova, el brillo final de la despedida. Mi último recuerdo en escaparse será tu imagen que se irá expandiendo cada vez más en mi universo interior.
Sí, bien mío; cuando lleguen las postrimerías de esa tarde sideral, viajaré hacia la noche de la inmensidad cósmica con la dulce melodía del sentimiento infinito de tu amor y de mi amor... Un amor que siempre dará luz a las sombras...”
...
Cuando terminé de musitar estas palabras, escritas en un papel que ya se tornaba amarillento, recordé el rostro que ponía la abuela cuando le leía la carta del abuelito: la rodeaba un halo de serenidad y dulzura, mientras murmuraba: “Voy a estar contigo para siempre, amor”.
Así vivió el abuelo, así se fueron destejiendo sus días hacia un mundo de olvido y oscuridad... Y hasta el fin de su existencia, la abuela lo cuidó con amor y le siguió contando historias con ternura todos los días. Y siempre le susurró al oído: “Acuérdate de mí, amor”.
Mientras colocaba el girasol en la losa de mármol de su tumba sobre la que ya empezaban a caer las sombras de la tarde, recordé la mutua promesa que se hicieron los abuelos de estar juntos en la eternidad del universo.
Antes de despedirme de ellos, respiré muy hondo... Y repetí cada una de las palabras que la abuela había escrito para su epitafio:
“Aún entre las sombras, surgirá para siempre la luz viva del amor”...
ORDÓÑEZ DÍAZ, Olegario. Filemón Luna, el soñador enamorado y otros relatos. Bogotá: Cátedra Pedagógica, 2010.
Por Olegario Ordóñez Díaz
Hoy visitamos a los abuelos. Les llevamos sus flores preferidas: pompones amarillos, girasoles, rosas y crisantemos. Sobre el mármol de su tumba limpiamos sus nombres y el epitafio que la abuela quiso que le escribiéramos: “Aún entre las sombras, surgirá para siempre la luz viva del amor”. En silencio estuvimos pensando en ellos. El epitafio que cubre la tumba nos recuerda que se cumplió la promesa que se hicieron toda la vida: estar siempre juntos. Se fueron uno tras otro. Primero el abuelo, cuando se le acabaron todos sus recuerdos. La abuela lo sobrevivió poco tiempo, con nostalgia y ternura, reconstruyendo a retazos esos mismos recuerdos y entrelazándolos con los suyos.
Poco antes de que ella muriera, con ternura infinita nos dimos el último abrazo de la vida. Luego la abuela sacó una carta de un cofrecito que tenía en el armario de cedro y me pidió que se la leyera. Ésta fue una costumbre que se repitió durante las pocas semanas que aún permaneció con el aliento de la vida. La carta era del abuelo. La había escrito entre el horizonte de sus tinieblas y la claridad de sus recuerdos y añoranzas. Hoy recordé sus palabras escritas en la carta y, mientras limpiaba la losa de mármol y colocaba un girasol encima de sus nombres, las musité para que las oyeran los abuelos.
“Amor mío:
...Llegará el día en que mis palabras no guarden ya la magia que antes tenían para construir los sueños. Desde mi ventana puedo ahora observar el bosque que pronto se irá borrando de mi memoria. Ese mismo bosque donde pasamos tardes maravillosas y construimos un mundo fantástico. Poco a poco me iré perdiendo en los laberintos de un mundo de incertidumbres. Las voces me llegarán como murmullos misteriosos que serán indescifrables. Los objetos a mi alrededor serán seres extraños, sin raíces ni origen. No sé si estarán allí realmente o serán fantasmas que invento en mi propio paisaje de enigmas.
Veré los pájaros y no sabré qué ni quiénes son esos seres alados que se mueven como briznas al viento.
Los árboles agitarán sus brazos; yo me preguntaré si no soy uno de ellos, y también permaneceré con mis manos extendidas esperando la lluvia sobre mi cara.
Me quedaré en la ventana de mi cuarto mirando el azul del cielo, tratando de reconocer dónde estoy y qué hay en ese infinito azul donde aparecen las nubes blancas que forman seres y mundos extraños. Esos mismos seres que se borran lentamente dejando estelas blancas para formar nuevos seres que a su vez se van desvaneciendo al instante.
El día sin memoria llegará para mí... Como la sombra de un monstruo enorme, el olvido me irá cobijando.
Despertaré una mañana sin saber si es de día o de noche. Tal vez, desde entonces, en mis días aparezca una luna y en mis noches pasee el sol con sus últimos destellos de fuego.
No sabré qué estoy haciendo aquí, ni quiénes son esas personas que me rodean, ni qué están hablando. Sus palabras serán una maraña de sonidos sin sentido que no podré descifrar.
En mi mundo, el reloj y el salero tendrán la misma función; la plancha o la nevera serán lo mismo, y en la cocina no sabré qué es cada objeto y para qué sirve...
Al principio miraré las cosas y los papeles que me dejarán sobre ellas para recordar sus nombres y usos; pero luego no sabré nada, ni sabré qué sentido tienen. Tampoco sabré que me hace falta comer. También me olvidaré del baño y de los cuartos de dormir. Viviré en un solo cuarto sin destinos.
Los números no tendrán ninguna importancia. Las horas tampoco. El tiempo dejará de brillar.
Llegará el día en que no me acuerde que el fuego quema y que el agua moja; en que no distinga una mandarina de un pisapapeles colocado encima de mi escritorio, y en mi confusión no sepa cuál de los dos se puede comer; un día en que esté convencido que todas las cosas tienen olor a naranja o a mandarina, los olores y sabores que siempre preferimos...
No sabré, entonces, de mis sueños ni de mis realizaciones.
Sin embargo, cuando todo esto suceda, amor mío; cuando aparezcan, como una cascada, recuerdos de hace veinte años y piense que son acontecimientos que acaban de suceder, cuando sean como destellos en una noche de tinieblas, o cuando no sepa si han ocurrido en verdad o no, o sean historias vividas por otras personas... debes saber que todavía... todavía te estaré amando.
Sí; siempre te amaré, aun en las tinieblas del olvido. Respiraré y ese aire será una parte de todo cuanto me has ayudado a ser.
Cuando en casa deban soportar mis estados de ánimo irascibles y me hablen de manera calmada y no comprendan por qué grito, no dejes que esto te afecte. No es a ti a quien me dirijo. Es a un fantasma que veo en mis recuerdos.
También me olvidaré de mis amistades y ellas se cansarán de mí. Eso parecerá ser doloroso. Pero al fin y al cabo a mí se me habrá olvidado qué es dolor.
Algunos dirán que me invadió la locura. Pero me alentará la mirada comprensiva de nuestros hijos y nuestros nietos que nos abrigarán con su ternura y nos harán sentir que nuestra vida continúa en ellos y que ha valido la pena verlos crecer.
Todos mis recuerdos y mi presente se irán esfumando, como se van esfumando ahora las nubes que amanecen encima de los tejados en las mañanas, o como las hojas secas que son mecidas por el viento cuando se desprenden de las ramas de los árboles. No sentiré el mundo. Mis sentidos no percibirán las radiaciones de los sonidos ni del color ni de las formas que emanan de los objetos. Será como estar en un bosque oscuro y sombrío de sueños perdidos.
Pero cuando te acerques a mí y aunque yo no sepa quién eres, y los momentos más maravillosos se hayan olvidado en mí para siempre, debes percibir, amor mío, en ese vestigio de luz que todavía ilumine mi pupila, que de lo único que no tendré duda será de mi amor por ti. Porque sólo una cosa no se me habrá olvidado: el amor; el amor que siempre ha alimentado nuestros sueños, nuestras luchas y nuestra esperanza, la razón y esencia de nuestro vivir...
Entonces podrás contarme todas las historias que nos hicieron felices. Podrás inventar historias de nuestras vidas pasadas. Serán como fulgores de imágenes que aparecerán y desaparecerán, vívidos recuerdos que formarán el puente que me acerca a la otra orilla. A esta orilla. Serán historias que irán pasando como una rueda de espejos frente a mí, llenando, por un momento, de alegría mi existir para luego perderse en los vapores del olvido, de la nada...
Ahora sé que te amo más.
Amada mía, mis últimos rayos de lucidez serán para ti, para agradecer tu mirada, y aunque quiera decirlo en palabras, sentiré que éstas se ahogan en mi saliva. En mi silencio, el más grato e inmenso recuerdo que desearé guardar es el recuerdo de la felicidad...
Ahora sé que me voy acercando a un infinito oscuro. Me perderé para siempre en la inmensidad de estrellas y de la noche, en un éter infinito donde no habrá nada... nada... nada... Pero mi último destello será como una bomba que se irradie en mi cuerpo, un inmenso globo de luces multicolores que será como la primera gran explosión de la galaxia, como la explosión de una supernova, el brillo final de la despedida. Mi último recuerdo en escaparse será tu imagen que se irá expandiendo cada vez más en mi universo interior.
Sí, bien mío; cuando lleguen las postrimerías de esa tarde sideral, viajaré hacia la noche de la inmensidad cósmica con la dulce melodía del sentimiento infinito de tu amor y de mi amor... Un amor que siempre dará luz a las sombras...”
...
Cuando terminé de musitar estas palabras, escritas en un papel que ya se tornaba amarillento, recordé el rostro que ponía la abuela cuando le leía la carta del abuelito: la rodeaba un halo de serenidad y dulzura, mientras murmuraba: “Voy a estar contigo para siempre, amor”.
Así vivió el abuelo, así se fueron destejiendo sus días hacia un mundo de olvido y oscuridad... Y hasta el fin de su existencia, la abuela lo cuidó con amor y le siguió contando historias con ternura todos los días. Y siempre le susurró al oído: “Acuérdate de mí, amor”.
Mientras colocaba el girasol en la losa de mármol de su tumba sobre la que ya empezaban a caer las sombras de la tarde, recordé la mutua promesa que se hicieron los abuelos de estar juntos en la eternidad del universo.
Antes de despedirme de ellos, respiré muy hondo... Y repetí cada una de las palabras que la abuela había escrito para su epitafio:
“Aún entre las sombras, surgirá para siempre la luz viva del amor”...
ORDÓÑEZ DÍAZ, Olegario. Filemón Luna, el soñador enamorado y otros relatos. Bogotá: Cátedra Pedagógica, 2010.
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