miércoles, 15 de febrero de 2017

EL ORÁCULO - CUENTO - OLEGARIO ORDÓÑEZ DÍAZ

EL ORÁCULO
Olegario Ordóñez Díaz

…Sólo que cuando todo se juntó,
cuando todo se unió, todo se perdió…
O.O.D.

“Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no sólo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo”… Terminó de leer en voz alta la frase de Rubem Fonseca en la “Cofradía de los Espadas” y se estremeció. Otra vez hallaba una respuesta que provenía de un libro. Era el juego de las preguntas, que dos meses atrás, en el baile de la convención editorial, ella le había enseñado. Tomaban un libro cerrado y formulaban una pregunta que giraba, por lo general, alrededor de su propio destino. Luego cerraban los ojos, abrían el libro en cualquier página, y guiados sólo por un impulso primigenio, dibujaban pequeños caminos con el dedo índice y señalaban una frase al azar: la respuesta del espíritu del libro a su pregunta.

Cuando consultaba el libro ―y no habían sido más de tres veces desde que la conoció― se sentía nervioso ante la profecía. Como ahora, cuando intentaba descifrar el sentido de la frase del escritor brasileño. Un libro tiene su propia vida, su propia voz, su propio espíritu, su propio código, independiente incluso de su autor. Sabía que los libros tienen ese raro misterio de responder a lo que se les pregunta, cuando se despierta su espíritu. Son una especie de oráculo. Como el Oráculo de Salomón. Y siempre su respuesta es reveladora. Y ahora él estaba allí, mirándola, mientras la mujer, sonriente, con sus apasionados ojos negros penetraba en su alma. Sentía que ante ella todos sus secretos se develaban. Sabía que todo era posible en ella. Lo raro y lo imposible se hacían comunes y posibles en su ser. Eso era lo mágico. Y aunque para todos era imposible entender su mundo, él sabía, como se lo decía el libro, que ella era la única persona que no sólo podía entenderlo por completo, sino experimentar las mismas sensaciones que él sentía. Estaba feliz, lúcido. Y ella con él. No era una ilusión rara e imposible. Era cierta, factible; y tocaba su misma melodía. 
Estaban en la cumbre más alta de la ciudad. Allí donde —en la soledad― se fundían la lucidez y la felicidad. Desde el frío cerro de Monserrate, a medianoche, escuchaba el oleaje del inmenso mar de luces, alrededor del cual sólo había una oscuridad espesa. “Es el murmullo de la noche que bisbisea todas las historias del mundo”, pensó. Luego se repitió: “Como la nuestra”. La sintió junto a su cuerpo. Hermosa. Sensual. Ella le rodeaba el cuello con sus brazos, como cuando lo hacía en la calle, sin importar quién los estuviera viendo o murmurando. No sabía por qué, pero se habían entendido desde el primer instante cuando él le había susurrado inusitadas y atrevidas frases mientras bailaban, y ella le había revelado que él le había descubierto ―desnudado, fue la palabra precisa que usó― los laberintos más apasionados de su alma.
Aquella noche bastaron cuatro palabras. “Espíritu del libro, háblame”. Y el libro de Joyce había respondido: “Desde la lejanía vienes a descubrir mis sueños”. Sentía que siempre la había esperado y que su encuentro se producía con una diferencia de casi veinte años entre los dos, pero con sus espíritus sin edad. En medio del murmullo de la oscura noche, él se había diluido entre sus besos y el ritmo joven y sensual de sus caderas.
Y ahora el oráculo le había respondido por tercera vez con la frase de “La cofradía de los Espadas”. Ella era la única que podía sentir junto a él la felicidad y la lucidez. ¿Pero en realidad se podían sentir al mismo tiempo lucidez y felicidad? ¿Acaso la felicidad no embriaga y obnubila la consciencia? ¿Cómo se puede entonces ser lúcido? ¿Y cómo la lucidez puede dar paso a la felicidad? ¿Podía sentir ella lo mismo? Escuchaba su risa y sus palabras como una dulce melodía que en la noche se confundía con el susurro de los árboles. Se respondió a sí mismo que la lucidez era el estadio superior de la felicidad. Pero también intuía que esta conjunción creaba una ansiedad más intensa, una incertidumbre mayor. Como todo tiende a cambiar, se preguntaba qué habría más allá de la felicidad y la lucidez, de ese nirvana en el que ahora se encontraban, en este fulgor de sempiterna placidez universal.
En la cumbre del mundo sentía el frío del sereno en su cara. Abrazado a ella, fundido en el cosmos, en una eternidad sin tiempo, quería perpetuar este instante, pero sabía que luego vendría el teleférico que los bajaría a la ciudad, al futuro. ¿Mas qué sabían del futuro? ¿Qué sobrevendría a la felicidad? ¿Podría existir más amor después de haber alcanzado la felicidad misma? ¿Acaso el amor no existía sólo en la incertidumbre? Así le había contestado el oráculo, a través de un libro borgiano, la segunda vez: “Sólo se encuentra el amor en la incertidumbre”. En realidad cada instante con ella era el principio y el fin. Por eso era intenso, de absoluta entrega, desde que ella le había susurrado al oído: “deseo estar con usted…” y habían fundido entonces su piel y su alma en una sola llama de pasión desbordada.
Esta noche estaban en la cima de la felicidad. ¿Y después de este momento, qué habría? ¿Qué vendría? ¿Acaso llegaría algo? La noche encerraba su misterio infinito. Dentro de poco descenderían en el teleférico. Entonces tendría la sensación de volar sobre ese mar de luces. Cobijándola con los brazos, sintiendo todo su cuerpo bajo él, en el éxtasis de una felicidad sin límites, se adentraría de nuevo en la boca de la gran ciudad, en el destino de una maraña de incertidumbres, tal vez de infinito vacío.
Presentía que cuando bajara por ese túnel oscuro de la noche se acercaría a la misma infelicidad y confusión de las que no escaparía tras la despedida. Cuando ella se fuera, quedaría entonces con un agrio sabor de desolación.
Sólo los libros sabían el secreto de su sino. Sólo ellos lo guardaban. Y cuando sus páginas se abrieran, lo revelarían. Pero entonces tendría miedo de preguntar de nuevo a su espíritu. Tendría miedo de abrirlo. De señalar otra vez una frase al azar. De que el oráculo corroborara sus presentimientos. En el fondo, su corazón sabía que cuando abriera otra página del libro, de cualquier libro, sus palabras tejerían lo inevitable. Hasta cuando existiera otra vez la esperanza de lo fortuito, de lo casual. 
No podía escapar de ese inconcluso, eterno e inevitable círculo de incertidumbre e ilusión en el que siempre viajaba…


Cuento participante en el Quinto concurso literario “El Brasil de los Sueños”. Instituto de Cultura Brasil Colombia (IBRACO). Homenaje a Rubem Fonseca, 2010.