viernes, 10 de septiembre de 2010
Los Tizones. Olegario Ordóñez Díaz
LOS TIZONES
Por Olegario Ordóñez Díaz
El maestro Miguel Sopó le contó la siguiente historia a mi amigo Guillermo Rojas Calderón, quien a su vez me la refirió a mí; y ahora yo me permito compartirla con ustedes, para que la sigan contando a sus amigos y amigas.
—En otra ocasión —Guillermo empezó a contarme pausadamente— volvimos a encontrarnos con el maestro Miguel Sopó en la óptica del compadre José. Estuvimos hablando de esa temprana edad del hombre cuando empieza a mirar la magia del mundo con los ojos del asombro, y de la cual los psicólogos se han ocupado tanto, tratando de entenderla: la infancia. El maestro Sopó dijo:
—Eso me trae a la memoria otra anécdota. Yo, estimado profesor, quedé huérfano de madre muy niño. En esa época vivíamos en una casa de campo en Zipaquirá. Mi padre salía a trabajar todos los días y yo me quedaba jugando en el patio. Me acompañaba una joven mayor que yo que además nos preparaba los alimentos. En ese entonces en las casas había estufas de carbón. Nosotros cocinábamos con leña.
Un día Isabel, que así se llamaba la joven, echó a la estufa varios trozos de leña. Yo estaba en la cocina y por un instante me quedé solo, y con sorpresa vi que los leños que Isabel había echado a la estufa, luego de quemarse se convertían en tizones; así se llaman, yo no sé por qué; y con esos tizones, ya fríos, se podían hacer rayas negras.
Yo tomé un tizón y me fui a la pared del corredor de la casa. La pared estaba recién pintada con cal blanca. ¡Y empecé a dibujar!
Cuando Isabel me vio, se le iluminó la cara de alegría. Iba al fuego y sacaba más tizones y me los alcanzaba para que yo dibujara. En su cara había satisfacción porque esperaba que mi padre me regañara.
El tiempo se me fue volando; ni almorcé. Todo el día me pasé dibujando alrededor de la casa. Me sentía feliz al ver que con el impulso de mi mente y mi corazón, de los tizones iban brotando los dibujos que yo quería y que suponía quedaban plasmados en la pared.
A las seis y media de la tarde, ya había oscurecido, cuando mi padre llegó a la casa. Yo lo esperaba con ansiedad. Entró por el corredor e iba hacia la sala cuando se percató de la pared.
—¿Y esto, qué es? —preguntó al ver toda la pared, tiznada de rayas negras.
—Yo estaba pintando, papá —le respondí orgulloso.
Mi padre fue a la alacena de la cocina y sacó tres velas, las encendió, y formando una especie de antorcha con ellas, se dirigió al corredor de la casa. Su sombra se proyectó enorme en la pared.
—¡Venga para acá! —me ordenó.
Isabel estaba feliz, esperando el momento en que mi padre me regañara y me pegara.
—¿Y esto qué es? —preguntó mi padre.
—Un árbol —le respondí.
—Ah... ¿Y esto?
—Una montaña.
—Ya veo. ¿Y eso que hay más allá?
—Un león.
—¿Y qué hay aquí?
—Un río.
—¿Y lo que se ve más allá?
—Una estrella, papá.
Mi padre fue dando vuelta a la casa; y como algo mágico ahora, la luz de las velas iba descorriendo las sombras y aparecían jirafas, gatos, peces, nubes que yo había dibujado sobre la blanca pared.
Cuando mi padre terminó de darle vuelta a la casa, se quedó muy serio. Entonces... se arrodilló, me tomó firme de los brazos y mirándome fijamente a los ojos me dijo:
—Hijo... ¡tengo que comprar otra casa para que sigas dibujando!
...
Y el maestro Miguel Sopó, con la voz emocionada por el recuerdo de sus setenta y cinco años, concluyó:
—Profesor, y a ese hecho le debo el artista que soy yo...
Ordóñez Díaz, Olegario. Sueños de príncipe y otros cuentos. 2a. edición. Bogotá: Ediciones Cátedra Pedagógica, 2010.
Por Olegario Ordóñez Díaz
El maestro Miguel Sopó le contó la siguiente historia a mi amigo Guillermo Rojas Calderón, quien a su vez me la refirió a mí; y ahora yo me permito compartirla con ustedes, para que la sigan contando a sus amigos y amigas.
—En otra ocasión —Guillermo empezó a contarme pausadamente— volvimos a encontrarnos con el maestro Miguel Sopó en la óptica del compadre José. Estuvimos hablando de esa temprana edad del hombre cuando empieza a mirar la magia del mundo con los ojos del asombro, y de la cual los psicólogos se han ocupado tanto, tratando de entenderla: la infancia. El maestro Sopó dijo:
—Eso me trae a la memoria otra anécdota. Yo, estimado profesor, quedé huérfano de madre muy niño. En esa época vivíamos en una casa de campo en Zipaquirá. Mi padre salía a trabajar todos los días y yo me quedaba jugando en el patio. Me acompañaba una joven mayor que yo que además nos preparaba los alimentos. En ese entonces en las casas había estufas de carbón. Nosotros cocinábamos con leña.
Un día Isabel, que así se llamaba la joven, echó a la estufa varios trozos de leña. Yo estaba en la cocina y por un instante me quedé solo, y con sorpresa vi que los leños que Isabel había echado a la estufa, luego de quemarse se convertían en tizones; así se llaman, yo no sé por qué; y con esos tizones, ya fríos, se podían hacer rayas negras.
Yo tomé un tizón y me fui a la pared del corredor de la casa. La pared estaba recién pintada con cal blanca. ¡Y empecé a dibujar!
Cuando Isabel me vio, se le iluminó la cara de alegría. Iba al fuego y sacaba más tizones y me los alcanzaba para que yo dibujara. En su cara había satisfacción porque esperaba que mi padre me regañara.
El tiempo se me fue volando; ni almorcé. Todo el día me pasé dibujando alrededor de la casa. Me sentía feliz al ver que con el impulso de mi mente y mi corazón, de los tizones iban brotando los dibujos que yo quería y que suponía quedaban plasmados en la pared.
A las seis y media de la tarde, ya había oscurecido, cuando mi padre llegó a la casa. Yo lo esperaba con ansiedad. Entró por el corredor e iba hacia la sala cuando se percató de la pared.
—¿Y esto, qué es? —preguntó al ver toda la pared, tiznada de rayas negras.
—Yo estaba pintando, papá —le respondí orgulloso.
Mi padre fue a la alacena de la cocina y sacó tres velas, las encendió, y formando una especie de antorcha con ellas, se dirigió al corredor de la casa. Su sombra se proyectó enorme en la pared.
—¡Venga para acá! —me ordenó.
Isabel estaba feliz, esperando el momento en que mi padre me regañara y me pegara.
—¿Y esto qué es? —preguntó mi padre.
—Un árbol —le respondí.
—Ah... ¿Y esto?
—Una montaña.
—Ya veo. ¿Y eso que hay más allá?
—Un león.
—¿Y qué hay aquí?
—Un río.
—¿Y lo que se ve más allá?
—Una estrella, papá.
Mi padre fue dando vuelta a la casa; y como algo mágico ahora, la luz de las velas iba descorriendo las sombras y aparecían jirafas, gatos, peces, nubes que yo había dibujado sobre la blanca pared.
Cuando mi padre terminó de darle vuelta a la casa, se quedó muy serio. Entonces... se arrodilló, me tomó firme de los brazos y mirándome fijamente a los ojos me dijo:
—Hijo... ¡tengo que comprar otra casa para que sigas dibujando!
...
Y el maestro Miguel Sopó, con la voz emocionada por el recuerdo de sus setenta y cinco años, concluyó:
—Profesor, y a ese hecho le debo el artista que soy yo...
Ordóñez Díaz, Olegario. Sueños de príncipe y otros cuentos. 2a. edición. Bogotá: Ediciones Cátedra Pedagógica, 2010.
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Muy bella historia. Gracias por publicarla y darnos el placer de leerla y disfrutarla.
ResponderEliminarMuy interesante, un abrazo para todos
ResponderEliminarMaravillosa historia que nos hace un llamado a apoyar el proceso creativo y el desarrollo de la imaginación en nuestros niños y jóvenes
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