Por Olegario Ordóñez Díaz
1
Mis manos buscaban, desde el amanecer, la casa de esos gnomos inquietos que la abuela había visto cuando era niña y que seguro —nos decía— aún habitaban los rincones de nuestra casa.
Me dormía sin pesimismo y sin permiso, mirando las nubes, y despertaba en lugares remotos donde sólo había niños jugando con estrellas de mar y pulpos azules que nos abrazaban con cariño.
Añoraba llegar al fin del mar y subir por escalinatas gigantes para dar pinceladas al cielo que a veces me parecía triste y solitario.
Elevaba cometas de papel celofán —estrellas, barcos, castillos, mariposas— que mi madre me enseñó a construir con envolturas de chocolate Sol y pegadas con clara de huevo, hasta que se volvían puntos lejanos entre las nubes. Entonces mandaba mensajes como telegramas con mis manos mágicas a las aves que extrañadas acompañaban aquel vuelo de sueños.
Me subía a los árboles para dormitar en sus copas y soñar en los nidos —las casas más fantásticas que he habitado— y me arropaba con las hojas, mientras las aves me contaban historias maravillosas de todos los mundos con sus gráciles voces en cascada musical.
Me asombraba tanta sencillez del mundo elemental y me quedaba las horas temblando de alegría mientras las sirenas de los ríos me daban a beber en sus manos cristalinas las aguas trasparentes.
Los días eran mariposas que agitaban sus alas, como mis manos libres y llenas de asombro, como mis ilusiones...
2
Pero los oficios del hombre abruptamente —más tarde— me enseñaron que era prohibido soñar y me acostumbraron a ver los mapas y a respetar los límites.
Me obligaron a construir un cajón de los recuerdos —ataúd de los sueños— y me enseñaron a tener miedo de las sombras, del silencio, de los gritos, de la tierra, del mar, de los ríos, del amor, de la verdad, de la luz, de la lluvia, del Sol, de la Luna, de mí mismo.
Mis fantásticas manos, entonces, se tornaron angustiosamente vacías...
3
Hay, sin embargo, noches como ésta, llenas de nostalgia, en las que, de repente, los ojos ¡felices! de mi envejecido cuerpo me acercan al umbral de la noche y con asombro veo otra vez las luciérnagas fucilosas montadas en caballitos de mar, mientras las fantásticas sirenas entonan hermosas canciones y pulpos azules danzan en el espacio dibujando los sueños...
Noches como ésta, en las que mis manos se agitan buscando los gnomos inquietos, y me quedo temblando de alegría mirando los mundos titilantes de la lejana infancia.
Melódicas noches en las que danzo frenético.
Noches como ésta, en las que pasan los hombres con sus hijos que me sonríen cómplices. Esos hombres amnésicos que miran con extrañeza nuestras infantiles sonrisas mágicas y les gritan:
—¡Niños, cuidado con el loco!
Ordóñez Díaz, Olegario. Sueños de príncipe y otros cuentos. Bogotá: Cátedra Pedagógica, 2002.
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