Por Olegario Ordóñez Díaz
Tal vez sintió inmensa alegría cuando nació su hija, después de tres matrimonios fracasados. Quizá entonces fue la única vez que se iluminaron de ternura sus ojos almendrados; pero, inexplicablemente, se sumió de nuevo en su profunda y eterna melancolía.
Cuatro años después durante la primavera le dio por morirse —dicen que de tristeza y aburrimiento— al otro lado del mar, lejos de su patria, y en el invierno de sus treinta y siete años. Los periódicos de todo el mundo publicaron la noticia en grandes titulares de primera página: "Muere rica heredera de magnate petrolero griego. Su fortuna ascendía a más de mil quinientos millones de dólares".
Y se murió así, en el abandono y la soledad de su cuarto, mientras el paisaje comenzaba a iluminarse de vivos colores.
En la florescencia marchita de su juventud fue sólo una hoja seca que arrastró el viento.
En una gota de rocío que resbaló por sus mejillas en el instante postrero y que cayó sobre su vestido rojo, lloró la melancolía de su infancia más pobre que la infancia de todos los niños pobres de la Tierra.
Nunca se sintió amada y siempre tuvo la sensación de que un gran vacío arrastraba su corazón hacia un abismo inexorable...
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